Wednesday, April 26, 2006

El último bemol

El hombre era un músico eximio y completo. No reconocía dificultad alguna en sus perfiles y nunca se sintó inhibido por el ámbito que lo rodara o rodease; siempre exhibio con soberbia y quizás un poco de fingido desentendimiento hacia los que lo observaban. Difícilmente errara o errase una nota y asi siempre una pose genial o un movimiento sublime acompañaran cada bemol agudo -o quizá no tanto- que supiera o supiese exclamar. Quienes eran asiduos inconscientes de su expresión, solían sacar a relucir su nombre en comentarios de kiosko. Pero él, altanero, siempre fingió desconocer los reconocimientos. O quizás no tanto.

El hombre no era un prodigio de la música ni mucho menos. Todos los habían visto al menos una vez, pero nadie supo explicar jamás quién era; unos dicen que tenía el castaño marrón en el pelo y otros esgrimaban que en sus hombros colgaba un morral misterioso. Algunas envidiaban unas pestañas que, dicen, adornaban unos ojos de un claro castaño varonil y otras sólo lo recuerdan como el atorrante que no cedió un asiento de 114 en una tarde de lágrimas celestiales. El caso es que nunca condordaban las versiones de los ilusos que pensaron tenerlo bajo el ala de su conocimiento. Pero obviamente nunca sería reconocido; el hombre era un virtuoso de la guitarra en Belgrano y se disrfazaba de Mozart en Devoto; era bajista en Flores y violinista en Pueyrredón. Los que se decían sabihondos y los que lo seguían con la vista y los que lo miraban como se mira a quien no tiene completo raciocinio de lo que está haciendo pudieron adivinar, tras seguirlos desde Congreso hasta Juramento (cuando su Belgrano le calza las seis cuerdas), cuatro acordes de Sweet child o mine y en Devoto lo vieron desafinar un mi en la entrada de Don't look back in anger, o quizá Let It Be.

La cuestión es que se formó una modesta fama de músico que se le atribuyo a su aparente conocimiento musical; el solo hecho de caminar entre la gente poniendo caras y moviendo las manos aleatoreamente en el aire parecía realzar la viveza de giles y oportunistas. Todos eran maestros de música. El hombre, digamos, como que empezó a aprovechar la situación. Imaginaba violines suaves y promiscuos cuando unos ojos azules se acercaban a lo lejos. Mentía con la destreza de un abogado distintos golpes y bases violentas cuando quería marcar presencia con su bajo invisible entre los fieros machos que acechaban en Beiró y San Martín. Aturdió -o hubiese aturdido- ancianas con redobles infernales de batería y degustó el delicioso sabor de un reconocimiento tácito que nunca volcó una palabra pero que flotaba allí, impregnado como perfume de recuerdo. Él era ahora El Músico Inapelable.

Una tarde de árboles vacíos y hojas desterradas, el final lo esperaba en la parada del 107. Un posible do -o quizás re menor- fingía guiñarle un ojo a una morocha que parecía no haber despertado aún mientras él se recostaba en una pared de la parada desgastada o quizás sólo cansada de Cabildo y Monroe. Viendo venir el colectivo, preparó las monedas en el bolsillo derecho de una campera algo decolorida, mientras se engañaba con nuevos arpegios para provocar la envidia de viejas chusmas y señoritas metiches. Al subir la misma muerte lo esperaba, disfrazada de cantante ambulante que, con la espalda apoyada en un barandal del colectivo, regalaba a precio de gorra un culebrón de Arjona a los pasajeros que se dignaran a sentir los dibujos de su guitarra de madera.

El hombre, en silencio, tocó el timbre y mirando el suelo como quien entiende que mañana nunca será ayer, se bajó en la parada siguiente, donde el cordón de la vereda lo esperaba indiferente, mientras que su reflejo en una vidriera dejó caer una clave de sol salada de sus ojos. Guardó infinitamente sus manos en los gastados bolsillos y se dejó olvidado por descuido -o quizás no- un último si bemol.