Friday, June 29, 2007

Duelo

Tenía los ojos inyectados en sangre. Pasivo, miraba a un solo punto completamente fijo. Completamente perdido, con la vista muerta como tantas otras cosas. Su interlocutor, expectante, aportaba su ser al silencio.

-Se escapa. Siento cómo se me escurre de las manos, cómo se me va entre los dedos.. -brillaban sus ojos, inertes, estáticos- puedo sentir que se desliza con toda la furia posible por entre mis yemas, como mis huellas se quedan vacías. Lo siento, y no tengo manera de impedirlo. Cierro las manos, apreto los puños con toda la fuerza de mi alma hasta que los nudillos palidecen completamente; pero nada puede detener su camino. Se me va, se va. Como si sintiera que la sangre de mis venas saliera a borbotones por la herida y yo, por más torniquete que aplique, no pudiera evitar el desangre. Lo siento, y lo veo; se escurre desde mis manos hasta mis pies. Desde mi interior hasta el punto infinito más lejano de donde estoy. De donde me encuentre, sea donde sea; siempre va a seguir escapándose. Pero no, porque no se escapa, sigue su camino. Pero mi desesperación... -cierra los puños apretando el borde del sillón y entrecierra los ojos, de los que ahora brotan lágrimas brutales- ¡Se va, se me va, se deshace de mí y de lo que soy! ¡Se va entre mis manos y no hay nada que lo impida, corro detrás y no puedo llegar! -recupera la respiración-. Es inalcanzable ya. Se fue. Y no pude hacer nada. Nada. Se me iba de las manos y veía cómo se iba, y veía su despedida. La gracia con la que se desprendía de mí y la facilidad con la que se deshacía de todos mis intentos por evitarlo. Porque no pasara. Porque yo no quería que pasara, al contrario; quería que nunca se fuera. Que por fin encontrara un lugar acá -Su pasividad nuevamente se reestablece, pasmosa, y sus ojos se elevan en dirección al cielo. Entrelaza los dedos y apoya ambas manos sobre su regazo-. Lo único que quería era que permaneciera para siempre acá. Que no tuviera, y mejor aún, que no quisiera irse, desaparecer, dejar de estar, emigrar. Nunca quise sentir como las líneas de mis manos confirmaban su ida. Eterna. Porque ahora sí que se fue; y si bien seguro no es la primera vez, ahora tengo la alarmante seguridad de que es así. De que por fin sucedió. Ahora sí siento, por primera vez, el frío acero de la certeza inexpugnable en la garganta. Ahora, Dios mío, ahora veo que ya no está. Ahora abro los ojos y realmente dejo de ver que está ahí. Ahora sí, de una vez por todas, me doy cuenta que se me escapó para siempre.

El interlocutor permanecía en silencio, camuflado con la escena. Mezclado con la desesperación que inundaba el aire. Él seguía con la vista muerta en un solo punto, ahora en completa tranquilidad. Exterior, al menos; lo tenso de su cuello y lo desorbitado de sus ojos indicaban que la procesión iba por dentro. La voz del interlocutor, lacerante, gélida, cortó el aire abruptamente:

-¿Y si de una vez por todas dejás que se vaya?

Inmutable, sus ojos se relajaron. Él únicamente giró la cabeza en dirección al interlocutor y, ahora con la desesperanza de un hombre sin futuro en su rostro, con las pupilas empapadas en nada, brillando desde lo más profundo de su franqueza, clavó la vista en los ojos del interlocutor y escupió la verdad.

-Sinceramente, no tengo idea de cómo hacerlo.

Wednesday, June 27, 2007

Los sueños de los ciegos

No trinan los pájaros
ni huelen las rosas,
ni brilla la luna
en el País Vacío.
No hay canción con bemoles,
y no hay vida en los ríos.
No brillan las estrellas,
no se oye la lluvia
despertando contra los suelos.
Hay gris arcoiris,
de muertos verdes
y fríos índigos.
De rojos rosados,
amarillos pálidos
y un lila que, de tan débil,
se confunde con la luna.
No hay inocencia pura
ni dulce timidez
en el País Vacío.
Han muerto los hombres
que dicen sentir,
y sienten los muertos
que nunca han sido hombres.
La luz no ilumina,
más incendia pupilas
de todos aquellos que abren los ojos.
Y ciegos los hombres vacíos
vagan tanteando migajas y vueltos.
Ciegos caminan, siguiendo el camino
que creen correcto.
Siguiendo el camino de nuevo,
aquel que conocen y saben incierto.
Que ciegos andaron,
y aún sigue desierto.
Fallida esperanza,
soñando calor
fallecen los hombres ciegos de frío.
El sol brilla fuerte
y gélido en el País Vacío.

Sunday, June 10, 2007

Dominó

Me saludó y se bajó del taxi. El frío, un frío gélido y cargado de melancolía, invadió el coche cuando ella abrió la puerta. La ví alejarse del auto, mientras el motor tiritaba en silencio. La imagen se volvía a repetir, y ella de vuelta se alejaba. El mismo final para la misma escena, una y otra vez, como un déjà vu malicioso. "Esperamos que entre y arrancamos, jefe", le informé al manejante, mientras ella pasaba bajo las negras rejas que vigilaban su puerta. El taxista me clavó los ojos a través del retrovisor y su barba canosa balbuceó algo que, en ese momento, asumí como un sí.

El frío no había abandonado el taxi. No hacía menos de 4 grados afuera, pero adentro el frío era devastador. Las ventanillas cerradas al tope mostraban en las vetas del vidrio empañado que ella y yo nos alejábamos cada vez más. Como si hubiéramos estado cerca, quizás. Me rehusaba a sacar los ojos del momento anterior, aunque insignificante a simple vista. Debía estar muy hundido en la nada, porque sentí la voz del taxista despertándome del trance.

-¿Una amiga, pibe? -Inquirió el taxista. Pensé un segundo la respuesta; es muy fácil mentirle a un taxista. Sólo quieren hablar.
-Salíamos... -Respondí, instintivamente- Hace mucho, como dos años.

El taxista sonrió. Claro, dos años de mi eternidad tientan a la sonrisa complaciente de un hombre más anciano. Tardé un segndo en darme cuenta, y me avergoncé. Al taxista pareció interesarle.

-¿Ah, salían? ¿Y ahora que, son amigos?
Cuánto más complicado que eso. Decidí atarme a la versión oficial.
-Sí... algo así, es más complicado. La verdad que es jodido. -No servía acordarme de la luz de la pantalla del cine reflejada en su rostro. No ayudaba su sonrisa brillando al lado mío en la sala del cine, no me servían para nada sus ojos finos y eternos clavados en mí. El taxista interrumpió mi sucesión de imágenes mentales:

-Mirá vos... te decía porque escuchaba que dijiste que estás solo en tu casa, ¿no? para que picara, me imagino... pero parece que no, ¿no?
-No, no... je -La risa, esa risa nerviosa cuando es complicado explicar lo sencillo, salió sola- le contaba a ella, nomás. Sé lo que diría si se me ocurriera siquiera comentarle algo así.
-Te entiendo... ¿qué lástima, no? -El taxista me leyó el pensamiento- ¿Y anda con alguno ella? Ahora, digo...

Buena pregunta. Desconocía, sinceramente. Bendita sea la ignorancia.

-No tengo idea, la verdad. Pero me imagino que sí, siempre anda con alguno -El taxista sonrió, supioniendo malicia en mi comentario. Salí rápido al cruce, para cortar la contra- Es una mina linda, vio... nunca le falta algún flaco cuando está sola. -Corto y salgo jugando. Impecable.
-Por la jeta que tenés la minita no quiere saber nada ya, ¿no?
El tachero me heló la sangre. O bien mi expresión era mortuoria en extremo, o el tipo era un diferente. O peor, un psicólogo.

Me acomodé en el asiento y relojeé la calle que cortaba. Faltaba un rato para llegar a casa. Mentir, a esta altura, era lo más decoroso; quizás por eso ni se me ocurrió.

-Y, no... la verdad que hace rato que ella no quiere saber nada, ni de casualidad. Terminó todo muy fulero en su momento -Hablaba y, mientras tanto, volvía a pasar por millonésima vez la misma película por mi cabeza- Pero bueno, es lo que hay. Me la tengo que bancar, je. -La risa, al ataque de nuevo.

El taxista no contestó. Se detuvo en un semáforo en rojo y decoró el silencio, espontáneo e inesperado, con un poco de radio. El frío, la charla muerta y todo lo que tenía en la cabeza en ese momento me adormecieron un poco. Las ideas en mi cabeza parecía disiparse, empezaba a bajar a tierra. Cuando caía en pleno estado alfa, la voz de vuelta cortó el frío.

-Y bueno, nunca se sabe... las cosas van y vienen, hoy estás hecho mierda y mañana sos Dios. Quién sabe lo que le pasará por la cabeza a ella, ¿no?

Tengo que admitir que luego de ese silencio -que me había parecido definitivo- semejante reflexión me llamó la atención, más que nada por el grado de dedicación que un taxista cualquiera de Buenos Aires a las 3 y media de la mañana de un domingo le había imprimido a mi problema existencial. Como si en esos segundos él hubiera perseguido intensamente el comentario correcto; como si hubiera sido necesario el silencio para buscar la frase exacta. Como si, al fin y al cabo, esto tuviera más vuelta que darle. Intenté, quizás crudamente, ir al hueso y tirarla afuera.

-Créame que a ella esto no le va más -me sinceré, lacerante- al menos no como a mí.
Mil veces lo dije, y mil veces me partió el alma escucharme.

El taxista se acomodó la boina cuando faltaban casi tres cuadras para llegar a casa, y su barba canosa y tupida se movió de vuelta:
-Mirá que muchas veces ellas dicen cosas y ahi nomás hacen lo necesario para contradecirse, pibe. Te mueven las piezas hasta que te parece que estás al horno, y de pronto te dejaron ganar. Nunca, pibe, acordate que con ellas nunca ves lo que en realidad es. -En ese punto estaba completamente absorto por la filosofada del conductor. Hasta que la remató: -Y sino, atendele el celular que le está por sonar y preguntale como se lo pudo haber olvidado acá.

Un segundo de inexistencia reinó en el auto; sobre el asiento, un ringtone lacerante comenzó a sonar en ese exacto momento. Levante la cabeza, completamente desconcertado. El taxista me sonreía por el retrovisor, y su barba canosa brillaba más que nunca.

-¿Eh? -Me limité a exclamar, casi aterrado. El teléfono sonaba incesante. Mis ojos seguían clavados en el espejo, y la sonrisa tentada del taxista era casi palpable.
-Dale, pibe, que se corta, me despertó el hombre. Casi por inercia y aún en estado de shock, atendí la llamada con toda la naturalidad del mundo. La pasividad del tachero era inmutable, casi tanto como el ronroneo del motor que yacía detenido, esperando el fin de la llamada. Segundos antes, ella casualmente descubría que su celular se había caído posiblemente en el taxi, y lo queróa de vuelta.

Atónito, saludé y corté la llamada. Tenía su celular en mis manos. Vinieron a mi cabeza tantas preguntas como vellos blancos había en la barba del taxista; antes que pudiera exclamar palabra o salir corriendo, se volvió a acomodar la boina, más arriba esta vez, y repitió su concepto.

-¿No te digo, pibe, que las piezas las mueven siempre ellas?
No se porqué, pero sólo sonreí. El taxista subió la ventanilla, me miró una vez más y, mientras arrancaba el auto, volvió a leerme el pensamiento:

-Bueno... Volvemos a la casa de rejas negras entonces, ¿no?