Me saludó y se bajó del taxi. El frío, un frío gélido y cargado de melancolía, invadió el coche cuando ella abrió la puerta. La ví alejarse del auto, mientras el motor tiritaba en silencio. La imagen se volvía a repetir, y ella de vuelta se alejaba. El mismo final para la misma escena, una y otra vez, como un déjà vu malicioso. "Esperamos que entre y arrancamos, jefe", le informé al manejante, mientras ella pasaba bajo las negras rejas que vigilaban su puerta. El taxista me clavó los ojos a través del retrovisor y su barba canosa balbuceó algo que, en ese momento, asumí como un sí.
El frío no había abandonado el taxi. No hacía menos de 4 grados afuera, pero adentro el frío era devastador. Las ventanillas cerradas al tope mostraban en las vetas del vidrio empañado que ella y yo nos alejábamos cada vez más. Como si hubiéramos estado cerca, quizás. Me rehusaba a sacar los ojos del momento anterior, aunque insignificante a simple vista. Debía estar muy hundido en la nada, porque sentí la voz del taxista despertándome del trance.
-¿Una amiga, pibe? -Inquirió el taxista. Pensé un segundo la respuesta; es muy fácil mentirle a un taxista. Sólo quieren hablar.
-Salíamos... -Respondí, instintivamente- Hace mucho, como dos años.
El taxista sonrió. Claro, dos años de mi eternidad tientan a la sonrisa complaciente de un hombre más anciano. Tardé un segndo en darme cuenta, y me avergoncé. Al taxista pareció interesarle.
-¿Ah, salían? ¿Y ahora que, son amigos?
Cuánto más complicado que eso. Decidí atarme a la versión oficial.
-Sí... algo así, es más complicado. La verdad que es jodido. -No servía acordarme de la luz de la pantalla del cine reflejada en su rostro. No ayudaba su sonrisa brillando al lado mío en la sala del cine, no me servían para nada sus ojos finos y eternos clavados en mí. El taxista interrumpió mi sucesión de imágenes mentales:
-Mirá vos... te decía porque escuchaba que dijiste que estás solo en tu casa, ¿no? para que picara, me imagino... pero parece que no, ¿no?
-No, no... je -La risa, esa risa nerviosa cuando es complicado explicar lo sencillo, salió sola- le contaba a ella, nomás. Sé lo que diría si se me ocurriera siquiera comentarle algo así.
-Te entiendo... ¿qué lástima, no? -El taxista me leyó el pensamiento- ¿Y anda con alguno ella? Ahora, digo...
Buena pregunta. Desconocía, sinceramente. Bendita sea la ignorancia.
-No tengo idea, la verdad. Pero me imagino que sí, siempre anda con alguno -El taxista sonrió, supioniendo malicia en mi comentario. Salí rápido al cruce, para cortar la contra- Es una mina linda, vio... nunca le falta algún flaco cuando está sola. -Corto y salgo jugando. Impecable.
-Por la jeta que tenés la minita no quiere saber nada ya, ¿no?
El tachero me heló la sangre. O bien mi expresión era mortuoria en extremo, o el tipo era un diferente. O peor, un psicólogo.
Me acomodé en el asiento y relojeé la calle que cortaba. Faltaba un rato para llegar a casa. Mentir, a esta altura, era lo más decoroso; quizás por eso ni se me ocurrió.
-Y, no... la verdad que hace rato que ella no quiere saber nada, ni de casualidad. Terminó todo muy fulero en su momento -Hablaba y, mientras tanto, volvía a pasar por millonésima vez la misma película por mi cabeza- Pero bueno, es lo que hay. Me la tengo que bancar, je. -La risa, al ataque de nuevo.
El taxista no contestó. Se detuvo en un semáforo en rojo y decoró el silencio, espontáneo e inesperado, con un poco de radio. El frío, la charla muerta y todo lo que tenía en la cabeza en ese momento me adormecieron un poco. Las ideas en mi cabeza parecía disiparse, empezaba a bajar a tierra. Cuando caía en pleno estado alfa, la voz de vuelta cortó el frío.
-Y bueno, nunca se sabe... las cosas van y vienen, hoy estás hecho mierda y mañana sos Dios. Quién sabe lo que le pasará por la cabeza a ella, ¿no?
Tengo que admitir que luego de ese silencio -que me había parecido definitivo- semejante reflexión me llamó la atención, más que nada por el grado de dedicación que un taxista cualquiera de Buenos Aires a las 3 y media de la mañana de un domingo le había imprimido a mi problema existencial. Como si en esos segundos él hubiera perseguido intensamente el comentario correcto; como si hubiera sido necesario el silencio para buscar la frase exacta. Como si, al fin y al cabo, esto tuviera más vuelta que darle. Intenté, quizás crudamente, ir al hueso y tirarla afuera.
-Créame que a ella esto no le va más -me sinceré, lacerante- al menos no como a mí.
Mil veces lo dije, y mil veces me partió el alma escucharme.
El taxista se acomodó la boina cuando faltaban casi tres cuadras para llegar a casa, y su barba canosa y tupida se movió de vuelta:
-Mirá que muchas veces ellas dicen cosas y ahi nomás hacen lo necesario para contradecirse, pibe. Te mueven las piezas hasta que te parece que estás al horno, y de pronto te dejaron ganar. Nunca, pibe, acordate que con ellas nunca ves lo que en realidad es. -En ese punto estaba completamente absorto por la filosofada del conductor. Hasta que la remató: -Y sino, atendele el celular que le está por sonar y preguntale como se lo pudo haber olvidado acá.
Un segundo de inexistencia reinó en el auto; sobre el asiento, un ringtone lacerante comenzó a sonar en ese exacto momento. Levante la cabeza, completamente desconcertado. El taxista me sonreía por el retrovisor, y su barba canosa brillaba más que nunca.
-¿Eh? -Me limité a exclamar, casi aterrado. El teléfono sonaba incesante. Mis ojos seguían clavados en el espejo, y la sonrisa tentada del taxista era casi palpable.
-Dale, pibe, que se corta, me despertó el hombre. Casi por inercia y aún en estado de shock, atendí la llamada con toda la naturalidad del mundo. La pasividad del tachero era inmutable, casi tanto como el ronroneo del motor que yacía detenido, esperando el fin de la llamada. Segundos antes, ella casualmente descubría que su celular se había caído posiblemente en el taxi, y lo queróa de vuelta.
Atónito, saludé y corté la llamada. Tenía su celular en mis manos. Vinieron a mi cabeza tantas preguntas como vellos blancos había en la barba del taxista; antes que pudiera exclamar palabra o salir corriendo, se volvió a acomodar la boina, más arriba esta vez, y repitió su concepto.
-¿No te digo, pibe, que las piezas las mueven siempre ellas?
No se porqué, pero sólo sonreí. El taxista subió la ventanilla, me miró una vez más y, mientras arrancaba el auto, volvió a leerme el pensamiento:
-Bueno... Volvemos a la casa de rejas negras entonces, ¿no?
Sunday, June 10, 2007
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1 comment:
Menos mal que esperé a estar tranquila para leerlo.
Me gustó, sobre todo esos cortes que me desubicaban y me hacían salir del melodrama, como lo de "Corto y salgo jugando".
Lástima que no coincida con la conclusión...Uds. pueden mover muchas piezas cuando quieren, y muchas de nosotras no podemos...Sólo algunas tienen el don, y vos caíste por una de ellas...
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