Thursday, May 15, 2008

El zaguero que fue a menos

Lo encaró el centreforward, la llevó para acá y para allá, dibujó una gambeta y al tipo no le quedó otra que salirle. Y ahí, el zaguero dudó.

Pasa que pocas veces se juega una final. Son pocos los que quedan a tan pocos pasos de saborear la ambrosía de la victora, la inmortalidad que otorga la gloria y el peso del oro en el cuello, o la amargura de la derrota, que regala vergüenza y olvido eterno a quien tristemente termine encontrándola. Pasa que el tipo era así, un todo a o nada. Por algo era zaguero; le gustaba la idea de ser el último guardián del abismo. Le gustaba jugar a saber que él era el único que no podía retroceder nunca, rendirse jamás. Equivocarse, ni en sueños. Ése era el problema; era un todo o nada. Se crió entre Copas del Mundo y cracks inapelables. Le decían que si Pelé o Maradona, y él, con el alma celeste y el corazón blanco, decía que fútbol. Era uno de esos que –por suerte- no encontrabran el chiste de picar un caucho naranja o pegarle a pegarle a una bolita con una palito. Él creía, como muchos de nosotros, que el de los pies es el juego perfecto. Sostenía que Dios era de Racing porque el Diablo había nacido del lado equivocado de Avellaneda. Era… era un apasionado; sufría con cada patada animal e infrahumana de esas que los infames Destructores del Arte, Ares del deporte que escaparon de los agujeros más profundos del limbo, suelen aplicar a diario la musa de gajos, esa que es negra como la incertidumbre y blanca como la pureza y que lleva adelante los embistes de los más nobles Inspiradores del Juego. Sabía deleitarse ante un caño oportuno o una rabona imposible y clamaba venganza ante cada 10 ajusticiado sin fe por detrás. Escuchaba a la pelota gritar de felicidad cada vez que se amaba con la red; se le desgarraban los oídos con el metálico sonido de un larguero que chocaba con ella por estar donde no debía… la veía brillar radiante de orgullo bajo la suela de algún serafín en cortos de los que sobran en nuestro suelo.

Pero el destino, tan viejo como imprevisible, quiso que fuera central. Zaguero central. Él, justo él, que vivió la fuga de Diego hacia el arco británico en tierra azteca como el nacimiento de un nuevo mesías. Él, que en el momento cumbre de carrera, veía sonriendo como nunca a su amor imposible mientras se acercaba en pie enemigo. Pensando quizás justamente en ese momento, el destino decidió que él fuera zaguero central, y que Ella lo enfrentara más radiante que nunca. Se enfrentaba a un artista genial y al amor de su vida en carrera a la gloria eterna, todo al mismo tiempo, en lo que tenía todas las fichas de terminar siendo un crimen de lesa deportividad con él como traidor a la causa. Fue entonces cuando se dio cuenta que no podía hacerlo. Sencillamente, no le podía hacer eso; no a ella, no al fútbol.

Lo encaró el centreforward, el legendario Joao, La Pantera Joao, un negro con cintura de garota y mil batallas encima, que había recogido el rebote en su propio área tras un corner mal pateado y acababa de limpiar a cuatro tipos a puro enganche, gambeta y good show. Dibujó Da Vinci y entonó Gardel en su camino, engañó a mediocampistas como piratas a mercaderes. Iba reinventando la belleza a su paso, con movimientos geniales que se transformaban en lágrimas de un relator de la radio local –o quizás visitante- que ya modelaba el potencial gol como lo mejor que dejó el fútbol en su historia (Aunque sabemos cómo trabaja el exitismo en la mente de un periodista del deporte).
La cosa es que, parado sobre el punto del penal, el zaguero enamorado la sentía reir como nunca. Y eso que la vio reir más de una vez. Incluso él mismo dibujaba el gol en su cabeza, el cual de sólo concebir mentalmente ya causaba arrojarse sobre el rival en un festejo alocado y único. Pero no, no podía; pocas veces se juega una final, no sabía si iba a volver a estar tan cerca de la gloria. Quedaban poco más de seis –o quizás siete- minutos, y la temprana expulsión del back izquierdo, a manos de un referee tan socarrón como localista, hacían del empate una hazaña difícil de sostener. El negro lo había bailado al cuatro a puro caño y enfilaba hacia él, bandera en alto. Ya se imaginaba la vuelta olímpica, la corona en la cabeza y el boleto al Olimpo, en lo que era un retiro perfecto. Al zaguero sólo se le cruzaba por la cabeza la imagen fantástica de ese gol inmaculado, la expresión del fútbol en su estado más puro.
El centreforward pisó el área; era ahora o nunca. Él no compraba la gambeta, no: la decisión era suya. Barrer, cortar y salir jugando como un caudillo, o rendirse por el bien del octavo arte y guardarse un eventual hachazo. La procesión, ruidosa y revolucionaria, iba bien por dentro: ¡El corazón delator no hubiera podido gritar más fuerte! La voz de su musa, blanca como el alma de los enamorados y negra como la traición inesperada, gritaba como nunca, rogándole con los ojos –porque el tipo juró que tenía ojos- algo de clemencia, pidiéndole permiso para entrar en la historia, que engañara al deber con el placer. Y él… él otra cosa no podía hacer. Al fin y al cabo, jugaba al fútbol desde pibe y lo quería desde que tenía memoria, como a mamá. Él mismo se reconoció que gritar un gol así hubiese sido el mejor de los orgasmos. El amor o la gloria… cuántos habrán sucumbido eligiendo.

Joao encaró, como nunca, con la seguridad de quien han visto la victoria de cerca; el zaguero le salió corriendo, duro, certero, con la resignación de quien va a comenter un crimen horrible y lo sabe. El centreforward la llevó de pie a pie con certera destreza y ensayó la gambeta hasta quedar de cara al él; y él, el zaguero enamorado, vástago del balompié, sonrió por dentro y sin dudarlo, se pisó los cordones del botín izquierdo para caer lentamente de boca al césped, en la más grande y tácita declaración de amor jamás habida, al mismo tiempo que Joao salía disparado en un grito de mil voces hacia la inmortalidad que ofrece la gloria.


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