Tuesday, January 23, 2007

Pánico escénico

-Bellísima.


Se dice que es difícil estar en el lugar indicado en el momento indicado. Aunque más difícil es -creo yo- estar en el lugar y momento indicados y además tener la ocurrencia de darse cuenta. Lejos, bastante lejos de esa idea estaba mi cabeza cuando la suya dormía entre mis hombros. No sé si podría explicarlo dos veces de la misma manera; sólo se me vienen flashes a la cabeza a los cuales es complicado encontrarle una coherencia.

Quizás habían pasado días en forma de lustros, o quizás no. Posiblemente, la relatividad del tiempo me haga perderme en lo efímero, incierto y dulce del recuerdo, o sencillamente no me acuerdo bien cómo fue todo. Lo cierto es que entre sus primeras apariciones en los delirios tempranos que guardo para mí mismo, vacíos completamente de peso real alguno, y su brillo intenso en lo negro de mi pupila con la que hoy vuelvo a verla, mucho de mi propio fantasma me viene persiguiendo. Pero ya sean apariciones o fantasmas, pupilas o miradas, brillos o desengaños, lo único que puedo afirmar como certero es el oro que me entra por los ojos y me eriza la piel. Lo inapelable de lo sensorial, que vuelve a sentarme precedente y me hace pesar la historia.

Yo no la conocía. Conocía a mucha gente, ella conocía a mucha otra. Estando aburrido, algún Gris nos cruzó los cables; los míos y los suyos eran los mismos. Aún así, nunca los ojos me habían hilado fino hasta ese entonces. De alguna manera, que tampoco podría afirmar, generé o generó un primer vínculo liviano y frágil; como siempre, se empieza desde la semilla. En el medio de esa nada, los ojos miraron. Recalé, por qué no, en su aspecto: a primera vista, la adolescencia le brotaba de los poros, y eso le sentaba perfectamente. Al profundizar un poco más mi -en ese entonces- aburrido análisis, empecé a caer en que seguramente la mirada clínica no alcanzaba para entender lo que veía. Esa primera sensación de pureza rubia me entró de lleno en la mandíbula a la velocidad de un cross de derecha. Desde adentro, despacio, con las alas puestas, dejé de observar para admirar un poco más lo que tenía en frente. Era, sin dudas, de las mejores costillas de Adán. Esa primera noche, puedo decir, sentí el primer delirio de anhelo de esos que solían agarrarmente de imprevisto y frente a unos ojos claros. Esa primera noche, aseguro que no me la vi venir.

No quiso irse de mi presente mental durante unos cuantos días. Pasados los mismos, todo era lo que había sido, y nada más: caramelo para la vista.

No contaba yo con la segunda vuelta; no muchas semanas después -me animo a mentir que dos- por segunda vez volvía a verla, como siempre, bajo circunstancias casi idénticas pero que, dada esa noche, abrió alas que antes no tenía. La luz del televisor nos llevó a los sillones y cada uno buscó su lugar. Siendo inconsciente, diría que me avisó por lo bajo, como con una especie de slang de seducción el cual, creo que más que obviamente, nunca logré entender. Con ojos ciegos de señales también me acerque a los almohadones buscando espacio. Al lado mío, ella, lo suficientemente cerca para mi sospecha. En ese lugar, yo mismo, lo suficiemente lejos de darme cuenta.
Mientras la película llenaba de sangre la pantalla, de alguna forma mis manos llegaron entre sus dedos y se encontraba enredada en mí. Con la nuca sobre el pecho y la cabeza en un hombro, con la paz en los ojos y la inocencia entre mis manos, encontre el lugar perfecto para un momento perfecto. Pero bueno... se sabe que nadie es perfecto.
No terminaba de entender mi papel en esa escena; digamos que suelo ser actor de reparto en cuanto a éxitos se refiere. De pronto, y esto juro que fue en una luz, toda su adolescencia estalló al máximo. Todo estaba oscuro, la luz del televisor nos miraba y distraía a todo aquel que no perteneciera al cuadro. Me encontré atrapando a una verdadera lolita de ojos miel, tan grandes como expresivos y brillantes. Una tentación con forma de labios, de labios delicados y firmes, húmedos por azar. Rasgos perfectos, terciopelo suave en la piel y rosado en las mejillas. Las pestañas, incluso, bañando toda la miel de sus pupilas; un tabique respingado y en sincronía perfecta con la faz de su rostro, impeclabe por donde pegase la luz. Inocencia, pura inocencia naciendo de cada centímetro de sus manos, que apretaban las mías cuando la paz se iba de la película. Pasé de estar de pisar la tierra descalzo a flotar en el Nirvana, en lo que dura una mentira.


Fantasmas volvieron y el cuerpo, la mente y el maldito pánico escénico maniataron al corazón. Como un infarto romántico, ninguna fibra de mi ser efectuó ningun movimiento necesario o acción lógica para llevar a cabo el final evidente de una película tan trillada como una así sería. Conocía ese fantasma, y sabía que había vuelto por mí. O peor: no por mí, sino por lo que sería mío.
Divertido, irónico y quizás malintencionado sería decir que me dormí en los laureles, aunque cierto también sea. Todo junto, dentro de unos ojos que ya ni siquiera parpadean; la implacable impotencia, la lujuria ardiente, la desesperación, el final previsible, la frustración, el intento de renacer... el telón final. La pesadilla que iba a ser sueño cuando te despertaste.


Acaba de sucumbir ante mí mismo, el enemigo peor. Sabotaje de primera línea para las aspiraciones de vuelo de quien nunca despega. Veía a Lolita, sentia ardir su cuerpo sobre el mío y me hundía en el hielo de mi Enemigo. Sentía a Lolita, una Lolita tan perfecta como si fuera rusa, con oro cobrizo en el cabello y rasgos no solo de ángel, sino que de adolescente. Lolita, en su blanco cuerpo de perfectas formas y pulidas faces... de expresión enternecedora hasta para las bestias y una voz dulce, suave, completamente libidinosa.

Lolita, ahora, fría y distante como si hubiera muerto. Lolita recordándome que siempre se perdona más al que se pasa que al que no arriesga. Lolita, haciéndome perder otra guerra sangrienta conmigo mismo y mostrandome desde su rusa perfección, como quien muestra el pan a quien moría de hambre y no supo comer. Demostrando que el tren es sólo de ida.


Quizás Lolita es, para mí, la soledad.