La mirada perdida ponía la situación en contexto. Sentado y prolijamente vestido un sobretodo largo negro e impecable, pantalones pinzados y la camisa cerrada desde el primer botón, todo a tono, se camuflaba en el paisaje frío y hasta desagradable del bar. De vez en cuando se buscaba en algún espejo de la barra, pero sólo veía su rostro. No dejaba el bollo de papel, que sucumbía entre la yema de sus dedos índice y pulgar y sufría la impotencia de quien sabe que la cosas no suceden hasta que suceden. El vaso estaba tan seco como su garganta, en contraste con los ojos. La gente pasaba delante de sus ojos como fantasmas, y los fantasmas lo herían como si de personas se trataran. Miró la hora una vez, dos, tres quizás. Quiso acomodar la mesa, temblorosa, y el vaso se precipitó a un suicido de baldosa. Por el rabillo del ojo, un hombre de sombrero rojo se le acercaba. Lo reconoció enseguida.
-¿Quién murió, jefe? -Arrimó el hombre-. Quizás lo conozca.
-O quizás no -respondió-. Lo dudo.
El aire empezó a tomar un olor particular.
-No sea prejuicioso. Creo que sabe que puedo ayudarlo, porque creo que me conoce. -Apestaba a certeza.
-La distancia entre lo que sabe usted y lo que pienso yo es lo que usted ignora. Así que va muerto.
Se sintió a disgusto con la omnipotencia. Apoyó los codos en la mesa y se colocó a escasos centímetros de él.
-No me desafíe. No sabe quién soy.
Lo enfrentó, todavía inmutable.
-Sé que frecuenta la Muerte, y que ella termina lamentándolo. Sé que de donde viene, en las habitaciones no se ve el sol. Sé que muchos lo buscan sin saber que lo ven todos los días. Y también sé que no puedo darle lo que va a pedirme; menos aún por lo que va a ofrecerme.
Como dejó claro con la mirada, al hombre del sombrero no le gusta la omnipotencia; menos aún cuando es acertada. Se acomodó la solapa del saco de un tirón y, con desprecio, se echó hacia atrás en la silla.
-Escuche. Todo puede ser suyo; yo puedo dárselo. Usted podría imponer las reglas del juego, hacer y deshacer a gusto. Escúcheme, y el Universo será su estrella.
Sonaba convincente. Poder es poco más de lo que dejaría a cualquier hombre en el fuego. Su inmutabilidad era directamente proporcional al chamuyo decoroso del tipo de sombrero. Éste, algo molesto, encaró con fervor.
-No se da cuenta. Está frente a la posibilidad del poder, de elegir siempre, de manejar los relojes; de ser el dueño del camino -Movía las manos ejemplificando su emoción-. Si me escucha, las mujeres serán moneda corriente para usted. Los hombres trabajarán en su honor y el límite será usted... ¿Entiende lo que digo? -El ojo le brilló y la sonrisa sucia se dibujo en su rostro, aterrante.
-Mire -dijo, por primera vez dándose vuelta y colocándose de frente al de sombrero- le digo que es imposible. Ahórrese saliva y váyase. Bastante infierno tengo ya con lo que me falta como para darle a usted lo que quiere. Tengo suficiente con no reconocer los ojos que deseo de los que sólo me miran.
Ante los ojos atónitos del hombre del sombrero, volvió a mirar el espejo en búsqueda de lo que no estaba.
El ojo ya no brillaba y las llamas ardian en sus pupilas.
-¿Sabés con quién hablás? ¿Tenés la más mínima idea de quién soy? ¿No sentís el azufre en el aire, no te arden los ojos al verme? ¿No ves que soy el rey de la Oscuridad, no te das cuenta que soy el que rige entre los caídos? -Se le pegó a la oreja, enfurecido- Me llevé a mil como vos por menos de lo que te pido... millones se fueron conmigo de la mano después de creerme incapaz -Subió la temperatura y las luces bajaban en el bar; temblaban vasos y almas-. Amores imposibles, fortunas espotáneas, poder infinito, triunfo constante... todo gracias a mí. -Más cerca- Puedo darte lo que quieras; tu alma es el único precio.
El viento cedió, las luz renació y el calor infernal cayó al invierno. El azufre teñía aún el aire.
-No entiende. Como le dije, ya sé quién es y que viene a pedirme. Pero le repito; usted no puede dármelo a cambio de mi alma. La necesito. Lo que murió en mí va a ser un cadáver irónico si se la lleva.
El hombre del sombrero lo miró, extrañado y con la mesura renovada. Lo miró aburrido y le preguntó.
-¿Me podés explicar qué es tan importante como para despreciar el infierno?
Le clavó la mirada, entrelazó los dedos con las palmas sobre la mesa y esbozó un dejo de melancolía.
-El romanticismo, hermano. El romanticismo en mí se murió.
Saturday, August 05, 2006
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