. La avenida y sus luces entraban por la ventanilla transparente. Tras en borde del vidrio levantado, un haz de luz recaía sobre sus mejillas perfectamente rosadas; su presencia, toda, creaba espejismos de perfección en el aire. Estaba bella, hermosa, brillante... las flores parecían extremarse desde sus yemas suaves y pálidas, mientras que el flequillo marcaba casi con vanidad el encuadre de sus ojos. Ojos castaños que, distraídos en flores comunes, mostraban una ternura infinita capáz de derretir un alma. Caían los mechones de cabello en silenciosa cascada sobre unos hombros de terciopelo que se sabían únicos. Ella, toda ella en su entereza y totalidad, emanaba un perfume inigualable que preferí adjudicar su sola presencia. La dulzura de su voz se confundía con una música dulce, perpetua; oídos sabios supieron callar palabras de más, que hubiesen opacado la nota de su voz.
. Un solo segundo de silencio me bastó para tomar consciencia de mi paisaje; ella, perfecta al menos por ese segundo, sacaba a relucir todo su ser bajo nada más que la luz de la calle. La delicadeza de esas manos entrelazadas que rodeaban el ramo transmitían la tranquilidad de mil despertares; nada de la sencillez del contorno brillante de sus labios, semi húmedos entre sus dientes, tendría un tinte más sensual. Sus ojos... de vuelta sus ojos, y otra vez esa ternura interminable, superior a cualquier sonrisa de bebé. Sus piernas bajo un jean ceñido que escondían la boca de las zapatillas negras, de lona, sencillas como la explicación de mi estupor ante semejante preciosura. No paraba de sonreír, y yo no paraba de sentirme bendito. El sonido de risa tímida e intermitente bailaba en el pabellón de mi oreja y sedaba mis oídos, dulce anestesia efímera.
. Un beso suave en la mejilla, y su ceño que se frunce junto a su nariz en una nueva sonrisa, más divertida ahora. Me mira a los ojos y abre la puerta del taxi. Mañana, otra vez, ella y sus brazos va a viajar hasta él, dejándome con el perfume brotando de mis ojos y el recuerdo de la luz contra sus ojos.
. Se baja y me saluda. Mi duda no vacila morir.
. -¿Mañana vas para allá, no?
. -Sí, mañana me toca. Nos vemos.
. Saludo con mi sonrisa de payaso triste y cierro la puerta. Cuando me aseguro que no sabe de mis ojos, mi cuerpo cae contra el asiento y mis manos envuelven mi cara, para liberar al malester de su encierro. Resoplo despacio, miro una vez más las rejas negras, y, con el alma cansada, indicno mi destino al chofer.
. -Olazábal y Bucarelli, jefe.
Friday, September 29, 2006
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