Otro encuentro más, quizás el último.
Siempre era de noche en el País Vacío. Normalmente hacía frío, y a veces los ángeles pasaban sólo para ver qué quedaba en pie. O mejor, si algo quedaba en pie. La superficie helada de los campos eternos que se extendían a través de todo el País, en la noche, solía llenarse de dientes de león. Dientes de león que nacían bajo una escarcha impiadosa, permanecían intactos con el brillo de la luna sobre la piel de hielo que los vestía, y morían de nuevo cada mañana, bajo las sombras de una luna que descartaba desaparecer.
O quizás no.
La única calle del País Vacío se extendía cerca del horizonte. Él seguía ahí, como siempre. Como cuando pasó por el Infierno, como cuando el Tenebroso le abrió los ojos, como cuando conoció a la Mentira. Como cuando su ángel abandonó sus alas sólo por él. Igual que cuando vendió el alma por algo que ya iba a tener, y no lo sabía. Ahí, en esa calle, era solamente él. Sus pies eran cementerios de dientes de león; sus manos sentían el frío inconfundible del País. Porque en ningún otro lado de la existencia se siente un frío similar; congela el alma y quema el corazón. Sus manos sentían ese frío, y cada brisa traía a la memoria que las cenizas de su alma continuaban ahí.
Bien podría decirse que, visto de lejos, él estaba muerto. Sus ojos en estado inerte y el gris de sus pupilas no revelaban vida alguna. Sólo se adivinaba algún latido en las lágrimas que rodaban por sus mejillas, hijas de la gravedad. El recuerdo de su ángel, de la mujer que creyó buscar y de las palabras que ya no eran golpeaba en la cabeza y se proyectaban otra vez en lo crudo de su mirada.
En el silencio de esa noche eterna, sobre pisadas que trituraban hielo eterno, quizás se acercó un hombre. Otra vez más, posiblemente, se acercaba alguien. Un último encuentro era factible.
Arrancó la eternidad de sus ojos cuando lo percibió. Volvía a humedecerse los labios. El hombre, arrastrando dientes de león bajo las suelas, clavó los ojos en el horizonte y le posó una mano en el hombro. El gris de sus pupilas se acercaba a un color mortal otra vez. Quizás entonó una frase.
-Soy a quien buscabas -escupió, sin preámbulos, el hombre. Soy el Hombre Necesario.
Apenas si movió los ojos para verlo, y para contestarle. Era exactamente igual a él.
-Usted es igual a mí -contesto, agudo.
-Nadie es tan parecido a usted como distinto a mí. Nadie es tan distinto a usted como similar al mundo, y nadie es tan idéntico a mí como yo mismo, o como quizás usted. Como ve, no somos ni remotamente parecidos.
Quedó claramente aturdido por la frase, carente al parecer de sentido alguno. La luna estaba incandescente. El hielo de sus pies se movía, casi como bailando.
-Muchos hombres como usted vinieron a decirme cosas similares y engorrosas. Mil veces creí hablar con el Diablo, cien veces pensé vender el alma. Siempre creí que iba a algún lado y que me acercaba a la Mentira, cuando jamás la tuve cerca.
-Por lo tanto, era Mentira que estaba cerca de ella, lo cual lo hace totalmente verdad.
-Hombre, basta de códigos y vueltas. ¿Qué busca?
El viento cesó. Los dientes de león empezaban a morir, como todos los días, bajo la luz helada de la luna del País Vacío. El Hombre Necesario se sentó sobre el hielo, sobre la única calle del País, de cara al horizonte. Miró unos segundos al cielo índigo que reinaba la noche, y respondió.
-Busco encontrarte. Supe que me buscabas, y quería que nos pudiéramos encontrar. Encontré que buscándote podría llegar a buscar un encuentro entre ambos. Supe que encontraste muchas imágenes y musas que no buscaste, sólo por buscarme a mí. Entonces decidí encontrarte. Yo, de todas las personas y todos los demonios y ángeles que han aparecido a lo largo del camino, soy el único que buscabas.
Los dientes de león a su alrededor cambiaron de piel, dejando la escarcha implacable rendida en los suelos. Él, siempre sobre la calle, abrió más los ojos y miró a través de todo el País. Sintió, en un segundo certero, que ese día iba a haber un final. Resolvió sentarse de frente al Hombre Necesario; de espaldas a un horizonte congelado como un espejo de hielo.
La brisa acarició sus manos otra vez, quizás para recordarle que en ese lugar el cambio no es una opción. Una lágrima se congeló y cayó.
-¿Entonces? ¿Cuál es el camino? ¿Cuál es la respuesta? ¿Hay un camino, y una respuesta? Vine a este lugar de la existencia, y es aquí donde me quedé. Es aquí de donde no puedo salir, porque esa luna nunca muere y porque desde ese horizonte nunca asoma un día nuevo. Porque estas flores malditas que nacen a mis pies están tan muertas y congeladas como yo en este infierno. Porque no hay, al final, un lugar al que tengo que llegar ni una persona a quien encontrar. Porque hubo infierno, diablo, mujer, mentira, demonio y ángel que pasaron y que nunca dejaron más que la sensación de que eran una misma persona, o peor aún, un mismo sentimiento.
El Hombre necesario escuchaba atentamente. Sólo se sentía la respiración agitada de un corazón que volvía a sentir, aunque crudamente, un impulso de vida. Jugaba con un diente de león entre sus dedos mientras prestaba atención la confesión final del hombre con quien estaba.
-Exacto -respondió el Hombre Necesario. No hay final alguno. No hay meta, y menos aún hay respuesta alguna que abra tus ojos del todo.
El corazón le dio un vuelco. El Hombre Necesario siguió.
-Pero, ¿pensaste en algún momento que quizás no tengas destino alguno? ¿Que posiblemente no tengas pregunta que responder? ¿No te diste cuenta aún que de todas tus conjeturas, encuentros y preguntas mudas, tu única certeza es el camino que hiciste, y el lugar donde estás parado?
-Sí, pero no hay punto en eso... viste hasta aquí, armé este camino, y me quedé sin ángel ni mujer que creí buscar.
-Claro. Es exactamente lo que tenía que pasar. Claramente no hubo nada de eso desde el principio. Esta luna no tenía por qué morir, y el horizonte nunca iba a cambiar. Pero ahora, en este preciso momento, en este exacto encuentro y en este mismo País Vacío, estás en el lugar donde tenías que estar desde el comienzo. Donde ya no valen demonios, hombres ni ángeles. No hay Mentiras que tengan importancia. Ahora que hiciste el camino, acabas de encontrar lo que buscabas.
El silencio en el País Vacío fue eterno. No hubo lágrima congelada.
-No entiendo...
-Entendés. Es exactamente lo que entendiste. Están por empezar a nacer los dientes de león otra vez. O quizás se la última vez que lo hagan.
Alrededor del Hombre Necesario, se erguían al igual que todas las noches los dientes de león bajo la capa de hielo de la única calle del País.
Entonces, de frente al él, entre todos los dientes de león helados, asomó un girasol. Fresco y sin piel fría alguna.
Abrió los ojos, desencajado, como creyendo ver una ilusión. La cara del Hombre Necesario se iluminó.
-El horizonte ya no es el mismo.
Se iluminó en partes todo frente a él. Con el horizonte a sus espaldas, las sombras iban reduciéndose a cenizas. Entonces, el girasol apuntó hacia él y sus espaldas.
-Ya no hay luna. -El Hombre Necesario sonrió, se puso de pie y miró hacia el frente. Él lo siguió con la vista, y vio los rayos por todo el País Vacío. Se dio cuenta entonces, y miró a sus espaldas.
-Es... ¿Es eso el sol?
Tartamudeó, atónito, entregado, totalmente absorto. Un sol rojo furioso, colorado y cálido quebraba la noche del País y brotaba girasoles bajo cada diente de león. El Hombre Necesario habló una última vez.
-No. Es lo que estabas buscando.
1 comment:
Excelente! Me encanto este post, la verdad es que tenés muy buenas ideas.
Saludos desde Catarsis Cerebral.
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