Los colectivos habían pasado de a docenas. Mis pies empezaban a entumecerse y me dolían los ojos. Hacía frío, más frío que la última vez. Faltaba el ligustro que enredaba la pared, y la sombra de las nubes ya no era de confiar. No sé por qué sentía tanto frío; había tenido días peores. Me estaba cansando de estar ahí, contra todo pronóstico. Sentí el golpear de un bastón contra el suelo; no me sorprendió. Los guantes empezaban a perder toda utilidad al tiempo que mis yemas perdían sensibilidad, por lo que no sabría decir bien que estaba pasando. Pero, insisto, nada me sorprendía. Quizás ya había perdido esa gracia. O quizás no.
Me cerré el saco al tiempo que se quitó los guantes. Se negaba a sacarse el sombrero, si mal no recuerdo.
Se paró frente a mí y sacó un sonrisa socarrona. Innecesaria, si se me permite. Cojeaba del pie derecho y por lo desgastado de su traje, que parecía haber tenido mejores épocas, podía asegurarme que no era la primera vez que aparecía por estos lados. Un tono colorado desprolijo en totalidad, salvo por el sombrero negro, lo pintaba de punta en blanco. No era más alto que yo y su figura se alejaba de lo esbelto. Sin embargo, sus ojos marrones fulminantes me hubieran congelado el alma.
Impaciente y con una increíble serenidad, decidí desgarrar el silencio. Supo anticiparse.
-Sea lo que sea que vaya a decir, está completamente equivocado.
Realmente me tomó por sorpresa. No imaginé cuan errado podía estar por preguntar la hora.
Volvió a arremeter.
-Éste es el último cruce. En este momento, usted es completamente incapaz de mentir y no podría formular una exageración aunque su vida dependiera de ello. Desde la reja roja de esa esquina, hasta ese buzón celeste -ubicado exactamente en medio de la esquina contraria- la verdad, la mentira y el pecado son un solo, y son completamente inalterables.
Se levantó el sombrero y una nariz algo extraña asomó bajo un flequillo completamente desprolijo.
Bien podría decir que estaba asustado. Pero es más acertado afirmar que entendía perfectamente lo que sucedía, y que no me agradaba demasiado. Mire hacia ambas esquinas, e intenté formular palabra. Nada.
-Siempre con la misma necesidad de comprobar las reglas, ¿no es verdad? Créame; si yo mismo ahora y aquí le estoy diciendo que en este lugar la realidad es inalterable, se imaginará que es imposible que no lo sea.
Me sinceré conmigo mismo y traté de terminar de comprender la situación. Respiré.
-Entiendo -y realmente debía estar haciéndolo, sino nada hubiera salido de mis labios-. Algo de todo esto tiene que ver con mi decisión, ¿verdad?
-Me regocija no repetir explicaciones -dijo, quizás satisfecho-. Ya sabe lo que le falta. Usted cumplió. Es hora que ponga el precio de lo que le corresponde.
En las esquinas reinaba el silencio. Desde mi lugar parecían exactamente iguales, de no ser por el buzón que brillaba incandescente en la oscuridad en una de ellas. El hombre hizo unos pasos atrás alejándose de mí, con su sombrero negro nuevamente dando sombra a su rostro. Un anillo de plata brillaba en su meñique izquierdo, o quizás derecho.
Miré hacia arriba y no encontré cielo alguno. Es decir: el cielo estaba ahí, pero no lograba verlo. Se escapaba a mi sentidos. Éramos sólo el hombre, las esquinas y yo. Y la pared en la que me apoyaba, claro. Tanta era mi conciencia sobre la importancia de mis próximas palabras, que realmente no hubo lugar para la duda. Apoyé ambos pies en el suelo y me separé de la pared, acercándome más o menos un metro al hombre. Nuevamente, sonrió.
-Si supiera cuántos pasaron su eternidad dando el paso adelante que usted acaba de dar, saldría corriendo -adivinó mis intenciones y me clavó la mirada de lince en los ojos-. Recuerde que la verdad es una sola. No intente mentir, porque acabaría pecando. Y si mal no recuerda, todo es lo mismo aquí. Pero la determinación de sus ojos me da la pauta de que en este momento, mentir sería una verdadero pecado.
-¿Me permite? -pronuncié, cortante, lascivo- Ya sé cuál es mi precio.
-Creo que siempre lo supo.
Su omniscencia realmente me irritaba.
-Hable nomás -sentenció-.
-Busco sus ojos. Busco la perfecta y completa noción del contenido de sus ojos fríos, porque sé que dentro de ellos en realidad el calor es incandescente; busco el ángulo exacto de sus hombros para entender por qué se alejan tanto. Quiero descifrar qué es lo que en sus ojos oscuros como la noche y puros como el oro me pierde sin darme noticia; quiero descifrar su expresión de la manera necesaria para aprender a interpretarla. Busco entender el color de sus estrellas y el tamaño de su ser entero. A ver si me entiende; busco el prisma necesario para descomponer sus colores de la manera correcta.
Las esquinas se iluminaron suave y tenuemente, y el buzón empezó a titilar hasta morir en la oscuridad, mientras que las rejas consumieron su color bajo el brillo de las sombras. El frío se había ido, y algunas nubes de gris espeso amenazaban con tronar. El hombre golpeó el maltratado piso de adoquín sobre el que estábamos. Una gota gris me llovió sobre una mejilla, y él se sacó el sombrero. Su frente llevaba adornos.
Sacó un ramo de flores de su capa.
-Tome. En el ramo hay doce flores, todas de colores distintos que usted no sabría distinguir. De esas doce flores, hay nueve que no poseen espinas. De esas nueve, hay cinco que durarían frescas un romance entero. Entre esas cinco, hay tres tuyo perfume enamoraría a las medusas, y de esas tres hay una, sólo una, que jamás se marchitará y que será azul cuando ella aparezca. Una flor inmortal. Sólo ésa le será útil. El éxito de esa flor significará la muerte de las demás.
-¿A qué se refiere? -pregunté, exaltado-
-Usted debe permanecer aquí, con el ramo entre sus manos. Un día, su espera terminará. La persona que nunca vendrá se hará presente; para reconocerla, tendrá ella una flor. Una flor que se marchitará ni bien sus ojos lo encuentren.
Mis rostro debió mostrar algún desasosiego, porque su voz sonó a reprimenda.
-Oiga. Es el precio que usted puso, y es el precio que nosotros pagamos. Usted tenía el universo para elegir; pobre de usted si eligió una estrella.
-Para nada. Sé lo que hice y, como desde el principio, no me arrepiento. Entienda mi falta de costumbre, nada más.
De pronto, un rumor de pasos y un perfume de verano cortaron el diálogo. Sólo una flor azul había en mi ramo. Desde el buzón azul, Ella llegaba lentamente.
Quedé confundido. Busqué al hombre con los ojos; conocía a esa mujer. Y creo que ella me conocía a mí. Algo no estaba bien.
Entonces, en mi desesperación, entendí: en ese lugar, lo verdadero era el pecado de la mentira.
-¡Usted...! ¡Devuélvame mi alma!
No atiné a terminar la frase. El hombre, cerrándose el saco, acomodándose el sombrero y enfilando para las rejas rojas, rió con soberbia una vez más y dándome la espalda, me dijo:
-¿Qué? ¿O me va a decir que pensó que a usted no lo esperaba nadie?
Sunday, February 18, 2007
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3 comments:
Después de casi 3 meses y por un decisión fortuita del destino, leí sólo este texto. Sí, sólo éste, porque necesitaba despejar un poco mi cabeza del estudio...
Gracias. Escribís con magia, escribís con el ángel que el título de tu blog te describe.
No pierdas nunca esto. No importa quién , cuándo, dónde o qué. Sea lo que sea, por la gente que, como yo, disfruta de algo bien escrito, JAMÁS DEJES DE ESCRIBIR, ok?
Gracias.
PD: Ah, sí...Te quiero nene.. Besos
Me desarmó esta frase: "Impaciente y con una increíble serenidad, decidí desgarrar el silencio."
Y esta me armó de nuevo: "[...] busco el prisma necesario para descomponer sus colores de la manera correcta."
Y en general, me gustó mucho el escrito. Es un flash porque, no se si te conté, una vez un tachero me "leyó el aura" y para describirme usó una metáfora en la que yo estaba parada en una esquina con un inmenso ramo de flores.
Que flash que me acabo de comeeeeeeeer!
En fin, prometí y cumplo.
Hermoso escrito, maravilloso realmente.
Casi tanto como vos.
Un beso desde lo bajo.
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